El tiempo parecía ir a cámara lenta, y la percepción de Misha se incrementó enormemente, los efectos de la medicación del día anterior debían estar ya fuera de su sistema. Observaba a Igor mirándola con disimulo desde su posición erguida junto a la puerta que daba al ala Este del asilo. Veía al Doctor Zoiburk, con esa pose tan característica suya con las manos entrelazadas sobre el pecho y tamborileando con los dedos, mientras asentía y sonreía por cada paciente que veía tomar la medicación.
Ya solo quedaba una persona delante de ella, tenía que evitar tomar la pastilla pero, ¿cómo? Mientras su cabeza corría a mil por hora tratando de encontrar una solución, sus manos se agitaban nerviosas en los bolsillos de los raidos pantalones de su uniforme, de un blanco amarilleado por los incontables lavados con lejía. En el bolsillo izquierdo, la bala de la Tokarev, en el derecho, nada.... bueno, nada no, sus dedos encontraron una bolita, probablemente un girón de tela casi suelto por el desgaste.
Con facilidad desgarro la pelotilla de hilos, y fingió toser llevándose la mano a la boca y deslizando la bola en su interior. Le tocaba. La enfermera le dio una pastilla blanca y un vaso de plástico con un poco de agua. Su mirada era inquisitiva. Misha hizo lo posible por sonreir, sin conseguirlo realmente. Se metió la pastilla en la boca y tragó. La enfermera no notó nada especial y Misha salió de la fila. Miró de reojo al Dr. Zoiburk y a Igor, y ninguno parecía haber notado nada extraño. Cuando se sintió fuera de las miradas, se sacó la pastilla de debajo de la lengua y la tiró en una papelera del salón, mientras se dirigía a la sala de descanso, donde la mayoría jugaba al ajedrez o miraba la nieve caer por la ventana.
Esa tarde debía demostrar en la revisión semanal al Dr. Zoiburk que había superado su crisis y debía dejarla salir de allí. De alguna forma, Misha sentía que su suerte había empezado a cambiar.
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